El despertador suena temprano, mucho antes de que la ciudad despierte del todo. Para un taxista, la jornada comienza con la revisión del vehículo: comprobar niveles, limpiar el interior y asegurarse de que cada detalle esté listo para recibir al primer pasajero. La seguridad y la confianza empiezan por ahí.
Las primeras horas suelen estar marcadas por la tranquilidad. Los viajes al hospital, a la estación de tren o al aeropuerto son los más habituales. A menudo, en esos trayectos cortos y rutinarios, surgen conversaciones que dan un toque humano al trabajo: alguien nervioso por una entrevista, un viajero cargado de ilusión por unas vacaciones o una persona mayor agradecida por no tener que esperar al frío de la calle.
A medida que avanza el día, la ciudad se llena de movimiento. El tráfico se intensifica, los encargos aumentan y la radio de la emisora no deja de sonar. Cada cliente es distinto: un ejecutivo con prisa, un grupo de amigos con risas contagiosas, un turista curioso que pide recomendaciones sobre dónde comer o qué visitar. Esa diversidad convierte cada jornada en una experiencia única, nunca igual a la anterior.
Las noches son diferentes. El taxista se convierte en aliado de quienes buscan regresar a casa con seguridad. Es un trabajo que exige paciencia, atención constante y un gran sentido de responsabilidad, pero también ofrece historias, anécdotas y la satisfacción de saber que se es parte del pulso diario de la ciudad.
Un día en la vida de un taxista es mucho más que conducir: es escuchar, acompañar y ser testigo de miles de fragmentos de vida que se cruzan en el asiento trasero, recordando que cada viaje tiene su propia historia.